Iglesia de la Virgen del Rosario anterior a la restauración de 1957. (Autor: Domingo Fernández Mateos, en la página «Almería en cristal») |
Suenan campanas de difunto desde la Iglesia de la Virgen del Rosario. Unos toques pausados, pero que sobrecogen a todo el pueblo de Roquetas. Todo el mundo, grandes y pequeños, conocen su significado: la gripe se ha llevado consigo otra alma inocente.
Un pequeño grupo de monaguillos con una cruz alzada y seguidos por el cura del pueblo avanzan hacia la casa del fallecido. Para frenar la propagación de la gripe, las calles (por entonces de tierra) estaban regadas con un desinfectante, que se convierten en la nauseabunda fragancia que acompaña a este funesto cortejo.
Al acercarse a la vivienda, caía sobre sus oídos un silencio atronador, sólo roto por el murmullo de llantos y lamentos que se escuchaba en la profundidad del hogar. Un grupo de familiares y amigos rodeaban al fallecido, algunos ya enlutados, lo que añadía más oscuridad a aquel sombrío dormitorio apenas iluminado por unos cuantos candiles. Con toda seguridad, era una escena que jamás deberían haber contemplado, y menos en tantas repetidas ocasiones, aquellos de niños que acompañaban al sacerdote en su ejercicio de monaguillos.
Pequeña cúpula tradicional en la parte antigua del cementerio. (Fuente: Enrique Silva Ramírez) |
En medio de esta escena, el sacerdote intenta consolar a los presentes, que desde aquel día tendrán que aprender a vivir sin uno de sus seres queridos. Más tarde, el cuerpo sería conducido al cementerio de Roquetas, existente desde la década de 1830, pues hasta entonces los enterramientos se realizaban en los alrededores de la iglesia o bajo el suelo de ella. Pero los entierros ya no pasaban por las calles principales de la localidad, para evitar la alarma social ante semejante desfile de desgracias.
Quedaba el fúnebre transporte de los cuerpos segados por la guadaña de la Muerte, para lo que se contó con la ayuda de los agricultores del pueblo, que cedieron sus carros para llevarlos hasta el cementerio. Serían estos mismos quienes también colaborarían en la ampliación del camposanto, pues aquella epidemia lo acabó dejando pequeño.
Tras todo este ritual se repetirían misas en honor al fallecido, tanto para los familiares que llegarían más tarde desde lugares lejanos, como de forma periódica al mes y al año. En todas ellas, y para simular la presencia del cadáver, se colocaba durante la misa un artefacto sobrecogedor: el catafalco. Se trataba de una suerte de ataúd cubierto por una tela negra, generalmente terciopelo, y rodeado de velas.
Aquella gripe de 1918 se llamó en Europa de forma errónea «gripe española» y en España «el Soldado de Nápoles» (título que recibió una de las canciones que integraba la zarzuela «La canción del olvido», que entonces se representaba en los teatros españoles y que estaba ambientada en esta ciudad italiana). Originada en marzo de ese año en Estados Unidos, la gripe se difundió por todo el mundo en plena Primera Guerra Mundial, cebándose con Almería durante su segunda oleada en el otoño de 1918.
Por último, sólo nos queda dar las gracias a Antonio Marín Muyor, monaguillo entre 1917 y 1920, en base a cuyo testimonio hemos construido este relato, y a Gabriel Cara González e Ignacio Jiménez Carrasco por recogerlo en el segundo tomo de su «Roquetas de Mar, 1875-1935. Historia Viva».
(Artículo escrito por Juan Miguel Galdeano Manzano y publicado en el Ideal de Roquetas, Vícar y La Mojonera en la edición mensual de noviembre de 2016, en la sección «De Turaniana a Las Roquetas»)
No hay comentarios:
Publicar un comentario